el marisco de selección escrupulosa que llega vivo a los pocos minutos de rularse, el otrosí de pescados costeros pillados en las bajuras nocturnas, el conservadurismo de aromas y puntos, el desvelo por la materia siempre conocida y certificada desde el caladero hasta el comensal…
Pero que el centollo, el santiaguín, el bugre, la ñocla, el percebe, la lubina, el tiñosu, el mero, la chopa, el besugo o el rey, siempre cantábricos, siempre salvajes, no nos tapen el soberbio arroz con berberechos de los martes, el sustancioso pote de los miércoles, el clásico y variado cocido de los jueves, la fideuá levantina y norteña de los viernes, las cremosas patatas rellenas de los sábados o la canónica fabada de los domingos: aquí la cuchara no desmerece de las tenazas y la pala de pescado.
El salpicón, que participa de los tres cubiertos, suma virtudes, frescores y autenticidades.
La carne posee sabidurías y glorias que el dominio marítimo ensombrece, del lechal al chuletón y del solomillo al escalope; nunca olvidaré la pena con que uno de los camareros recogió el grueso corte de una ternera suave, jugosa, limpia, porque el cliente la deseaba «muy pasada y sin el interior rojo».
¡Menos mal que no se trataba de uno de los monumentales rodaballos salvajes que reciben con cierta frecuencia!