Nacho García, 05-01-2009
Parece que fue ayer, cuando con menos años, menos kilos y más pelo, me echaba la maleta a la espalda y cogía el tren rumbo a la milicia. Corría el año 87 del pasado siglo, y la incertidumbre rondaba en nuestra cabeza. Eran tiempos de obligatorio servicio militar, y todo un mundo de preguntas acechaba nuestros pensamientos.
¿Dónde iremos? ¿Qué haremos? ¿Cómo nos recibirán? ¿dormiremos bien? Y sobre todo, y lo más relacionado con el tema que nos ocupa, ¿Qué comeremos?
Pero ni en nuestros peores pronósticos tenían cabida las duras realidades que nos encontramos en los famosos ranchos del ejército español. Nadie que no haya probado las minutas militares puede comprender la extrema valentía de los que forman o han formado parte de las tropas españolas.
La tortura comenzaba el día anterior, cuando en acto público se daba lectura al exquisito menú que se serviría en la dura jornada posterior. Un martirio digno de los más maléficos verdugos, que no dejaba indiferente a nadie, y que preparaba el paladar a los sufridos invitados.
Madrugando a golpe de sonata de diana, un frío y aguado desayuno, acompañado de prefabricadas galletas llenaba los hambrientos estómagos, que cerrando los ojos tragaban el líquido elemento aderezado con polvos de sabor a cacao.
El medio día no ponía mejor cara a la situación, un zafarrancho de alimentos, generalmente pocos, y mal cocinados, configuraban el escueto menú diario. El plato del día del soldado, una mezcla de elementos disfrazados de almuerzo, y que en muchas ocasiones nos recordaba lo dura que puede llegar a ser la vida militar.
En la cena se repetía suerte, casi siempre con el mismo resultado, eso sí, en menor cantidad, que no quieren los mandos que la saciedad de una pesada cena en los estómagos provoque malas noches a los dispuestos y obligados comensales.
Hablando de mandos, no podemos dejar de mencionar lo mucho que afecta en el resultado final de la cocina el elegido para realizar la compra de materia prima, o lo que es lo mismo, lo que se venia llamando “El Capitán de cocina”, que se turnaba cada mes, y que podía determinar la suerte de poder comer, o de no probar bocado, en función del mando elegido para el cometido mensual.
Platos que comúnmente nos podemos encontrar en los acuertelamientos españoles son la sopa de agua, el pollo al escondite, arroz tres desgracias, filete de bota de veterano, y otros suculentos manjares guisados por inexpertos debutantes en los fogones, aspirantes a chef de multitudes.
Durante mi contribución a la madre patria descubrí uno de las armas más sofisticadas que habitan en las cocinas de las instalaciones cuartelarías, la máquina de pelar patatas. Todo un descubrimiento de la humanidad, que en forma de bombo de lavadora, recubierto con papel de lija, deja sin piel a las patatas al girar a gran velocidad. Tan eficaz como inexacto en su cometido, y que deja trozos de patata sin pelar, uno de los más exquisitos manjares de los que solo se pueden disfrutar durante la mili.
Solo espera el articulista que con la profesionalización del ejercito hayan venido tiempos mejores para los que se sientan a la mesa vestidos de uniforme. No es necesario que llegue la alta cocina a los fogones militares, ni que los platos se adornen de foie, y trufa, pero no estaría mal que la dieta mediterránea presidiera de forma digna la larga mesa a la que se sientan los que por suerte o por infortuna tienen que comer “todo por la patria”.
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